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144...145...146...147... todavía me quema, parece que ayer mismo recorría por quinta vez en el día ese pasillo maldito, de eternas, de infinitas paredes blancas, tan desnudas como yo, corredor de la muerte... Tan blancas paredes, tan negras personas. Veía mi puerta al final del camino, llegaba desgastado y aturdido, el corazón se disparaba y padecía cada centímetro de piso. A veces los pies quemaban, hubiera deseado en alguna ocasión aparecer de un chasquido de dedos en el interior de mi cuarto, no atravesar los kilómetros de oscuridad, no verme obligado a hincar mis rodillas en el frío suelo de esa prolongada cuesta arriba y que no me fulminara ese hedor que brotaba en perpetuidad de cada uno de los habitáculos.

Podías oír los llantos de las puertas al abrirse, las bisagras gritaban como si quisieran advertir al oyente del dolor innecesario, eran manifestantes ante un público sordo, enemigas del silencio que tantas y tantas veces fueron calladas de un indolente portazo. Fueron objeto de reivindicación y lucha, de simpatía, de mofa y de agresión, sobre todo de agresión. Iban susurrando inconscientemente algunas frases confusas a espías y mirones, y no fueron capaces de ocultar la alegría ni el dolor que habitaba tras su marco, no callaron mi grito de angustia, no por el derroche de decibelios sino porque el crujido fulminante de mi corazón que fue escuchado por todas y cada una de las personas que me han conocido, aunque habitaran muy, muy lejos; se escuchó muy, muy de cerca... Ellas me delataron.

Era frío, a diferencia del resto de corredores éste había adquirido la temperatura de los corazones de sus vecinos, era como el consuelo desnudo de remedio, tan frío e insípido que dos o tres corazones eran insuficientes para hacerle entrar en calor. Un desierto simétrico donde no salía el sol. Unas luces circulares, de mentira, salían del cielo entre los nubarrones. Junto a mi puerta había una y nunca se apagó. Siempre estaba dispuesta a deslizarse por los márgenes de mi puerta y sortear las trampas opacas para obligarme a levantar cada mañana, aunque ya lucía muy débil, como el último destello de luz de una vela consumida en la cabecera de una cama, nunca me abandonó. Había escuchado que era lo último que podías perder y, en fin, allí estuvo esa luz, al fondo del pasillo.

Si esas paredes tuvieran vida, no hablarían, llorarían...