
Nunca un hombre estuvo tan desnudo, inmutable la observaba a cada instante, tan cerca que confundían sus alientos. Sus miradas de gelatina preludiaban un concierto de caricias, conocían las yemas de sus dedos con métrica exactitud cada centímetro del mapa ardiente de su cuerpo. Escalofríos. Podía escuchar hablar su corazón y recitar a sus ojos poemas de caramelo. Pudo entenderla más que ella misma. Pudo, tal vez, mirarla en el espejo de su memoria y no reconocerla.
Mañana cruzarán sus miradas que ya no empalagan. En alguna ocasión, por despiste, se rozarán sus cuerpos descafeinados sin haberlos avisado. Coincidirán en ese bar donde ambos enterraron sus paseos al calor de la luna. Beberán batidos de chocolate blanco del mismo vaso, pero en distintas mesas. Y ya no les molestará el ruido de la noche, tan solo la sordera de sus corazones que han decidido no hablarse.
Pudiendo abrazar sus ojos, él decidió mirar al suelo, pues desdeñó navegar a la sombra de su alma, sin entender como pudo olvidarse esa noche de izar las velas.
Y ya su hoguera escupe cenizas, no quemó recuerdos, pero los congeló. A veces los observan, a través de la ventana, cuando es de noche y hiela en la ciudad que los presentó. Y hiela en sus sábanas. En sus corazones es invierno.
Hoy él es feliz, ella tiene noticias suyas; y sólo quiere pedirle perdón por haber conocido qué fue tenerla y no amarla, y amarla sin tenerla...