PAREDES

De la puerta del sótano todavía emanaba un olor mestizo, entre pólvora y vinagre, era un efluvio pesado, como cargado de polvo. Las capas de pintura se agolpaban sobre la madera quebradiza en un intento de no morir asfixiadas. El barniz caía en catarata inerte desde el dintel al cemento del piso sorteando el pomo frío y dorado al que el tiempo había desprovisto de su brillo original.

Un escuadrón de mosquitos orbitaba en torno a la polvorienta bombilla desnuda que presidía la antesala donde residía el pórtico moribundo. El frío era intenso y punzante, las ventanas habían sido tapiadas hace décadas pero pequeñas grietas filtraban el aire gélido y enquistado.

Unas puntas oxidadas soportaban serviles el peso de las telarañas. El silencio era ensordecedor para José que había perdido la cuenta de las veces que había muerto en ese agujero infesto. Tiritaba y apretaba junto a su pecho un retrato ajado, una niña sin infancia que le obligaba a agarrarse a la vida con el lazo de luz que recorría su habitáculo los días de estío.

Quinientos treinta y dos días después de su primera muerte el pomo giró.