NOCHEVIEJA REGISTRADA

Mis zapatos llegarían a dar muchos paseos por esa avenida infestada de coches y escasa de aceras, la abrigaban como hoy fotocopiadoras y adolescentes, bares de caña y pincho y gente del barrio, buena gente de esa verdaderamente obrera. Esa noche zapateaba a toda velocidad por Champagnat, faltaban escasos minutos para mi cita y llegaba tarde, con la seguridad de que el reloj no esperaría por mí. En una bolsa un puñado de uvas que se balanceaba de un lado a otro entorpecía mi carrera, las había comprado la misma mañana en una antigua frutería en la estación de autobuses. Seguramente hoy resultarían impertinentes, vestidas con su piel y sus incómodas pipas, abrazadas en racimo, alejadas del glamour de la lata de conservas de las uvas de la suerte que hoy comercializan los grandes almacenes.
En esos años, aún no era delito descorchar una botella de cava en la Plaza Mayor y brindar en plástico junto a otros grupos, pocos entonces, para celebrar el último jueves universitario del año. Tampoco entonces, los chalecos de los guardias municipales eran del color de los rotuladores fluorescentes, tal vez por eso no recuerdo tan si quiera su presencia en nuestras primeras nocheviejas universitarias, después de todo en nuestra sociedad era aun prematuro concebir una ley antibotellón y poco importaba donde cada uno castigara su hígado, no había por qué vigilar que la cirrosis se alimentara en un bar, pagando sus impuestos y con el beneplácito de los asociados hosteleros.
Dieron las campanadas en mi primer año en Salamanca, y nos atragantamos con las uvas y nos bañamos con el cava, y tonteamos con las chicas, como vulgares universitarios, indecentes porque entonces ninguna asociación iluminada nos guiaba y mostraba el camino, porque no había patrocinadores ni grandes escenarios iluminados, ni bailarinas a sueldo que repartían gominolas. No se fletaban autobuses ni nuestra marca estaba registrada, ni siquiera era una marca, sino una sana costumbre original de la juventud de nuestra ciudad.
Pero el cuento terminó, y llegaron los de siempre, el poder del dinero hizo suya la idea y los organizadores vieron la oportunidad de saciar sus bolsillos a costa de los jóvenes sin el menor impedimento de la Universidad ni el Ayuntamiento, que como instituciones deberían haber velado por el sobrenombre universitario, nos vendieron un producto plastificado, enlatado como las uvas de la suerte, y los compramos en masa, nos vestimos con sus marcas y claudicamos víctimas del marketing más rancio.
A más de uno de los que aquella noche compartimos nerviosos nuestra primera Navidad en Salamanca nos ha salido alguna entrada, trabajamos muchas horas en oficinas para poder pagar alguna letra y hemos perdido muchas batallas. Ya no nos incomodan los zapatos nuevos, pero sé que cada uno de ellos, allí donde esté, se lamentará si nuestros universitarios se quedan en casa ese jueves. La Nochevieja universitaria no es ningún activo empresarial, no es patrimonio de nadie, no son 23 letras registradas para el lucro de unos cuantos, que decidan cómo, donde y cuando debe celebrarse. Aprovechad la oportunidad para reivindicar la espontaneidad y el derecho que nunca debimos perder. Es nuestra fiesta, vuestra fiesta.