Nuestro ídolo no era guapo. Le recordamos los que nacimos en los ochenta ya con su pelo blanco y su aspecto de abuelo entrañable y torpón. Más bien era feote, de ásperas facciones, como su humor. No conducía un deportivo de esos que suenan mucho cuando aceleran, no tenía diamantes ni tatuajes, ni la prensa dedicaba varias páginas a sus quehaceres diarios. Nuestro ídolo no salía con modelos, en
galas ni fiestas, ni vestía llamativos trajes. Su prenda favorita era el chándal. No era imagen de grandes multinacionales, de hecho era más bien desaliñado y su mote "zapatones" no cuajaría en ninguna revista de renombre. Nuestro ídolo trabajó mucho, hasta que no pudo más. A nuestro ídolo le querían casi todos. Y a mí me gusta que este sea nuestro ídolo como me gusta el sonido del papel de plata de los bocadillos en los descansos. Y me gusta llegar ronco los lunes. Me gusta ponerme dos pares de calcetines para ir al Calderón y que mi madre me recuerde que me abrigue. Me gusta que molestemos a un sistema creado para dos porque me gusta los que me conocéis, ser mosca cojonera. Y me gusta salir oliendo a calamares cuando bajo la calle Toledo. Me gusta lo imposible. Me gusta Luis y lo que representa, y que sea mi ídolo. Dejadme estas cosas, y yo os dejaré los lideratos, los títulos de antes y ahora, los guapos y los premios a mejor lo que sea, os dejaré los lujos y las portadas. Los minutos en telealgo son vuestros. Mi pasión no es numérica, es difícil cuantificarla en décimas o novenas, por eso no se puede atrapar y es indestructible. Como Luis. Ya es eterna.