NUESTRO IDOLO

Nuestro ídolo no era guapo. Le recordamos los que nacimos en los ochenta ya con su pelo blanco y su aspecto de abuelo entrañable y torpón. Más bien era feote, de ásperas facciones, como su humor. No conducía un deportivo de esos que suenan mucho cuando aceleran, no tenía diamantes ni tatuajes, ni la prensa dedicaba varias páginas a sus quehaceres diarios. Nuestro ídolo no salía con modelos, en
galas ni fiestas,  ni vestía llamativos trajes. Su prenda favorita era el chándal. No era imagen de grandes multinacionales, de hecho era más bien desaliñado y su mote "zapatones" no cuajaría en ninguna revista de renombre. Nuestro ídolo trabajó mucho, hasta que no pudo más. A nuestro ídolo le querían casi todos. Y a mí me gusta que este sea nuestro ídolo como me gusta el sonido del papel de plata de los bocadillos en los descansos. Y me gusta llegar ronco los lunes. Me gusta ponerme dos pares de calcetines para ir al Calderón y que mi madre me recuerde que me abrigue. Me gusta que molestemos a un sistema creado para dos porque me gusta los que me conocéis, ser mosca cojonera. Y me gusta salir oliendo a calamares cuando bajo la calle Toledo. Me gusta lo imposible. Me gusta Luis y lo que representa, y que sea mi ídolo. Dejadme estas cosas, y yo os dejaré los lideratos, los títulos de antes y ahora, los guapos y los premios a mejor lo que sea, os dejaré los lujos y las portadas. Los minutos en telealgo son vuestros. Mi pasión no es numérica, es difícil cuantificarla en décimas o novenas, por eso no se puede atrapar y es indestructible. Como Luis. Ya es eterna.

HASTA PRONTO


Hasta pronto dejaré escrito en las hojas caducas que amarillean en el pasillo donde pasé las horas mirándote y aprendiendo a ser tuyo. Sé que cuando el viento escupa su primer suspiro barrerá las señas que pretenden recordarme como el estudiante que parpadeaba para mirar en el espejo sus ojos cerrados. Te echaré tanto de menos que sangrará cada uno de mis recuerdos cuando sea de noche y brille el sol, cuando no estén tus manos al otro lado de la pared y quiera tocarlas. Y quiera saber que puedo tocarlas. Cuando coja el metro para hacerme cada vez más pequeño entre sus números, para situarme en la mediana de las vidas paralelas que jamás se tocan y detrás de mi, y de frente haya kilómetros saturados de un vacío de prisas sin prosa. Te echaré tanto de menos que vomitarán las campanas de tu catedral los suspiros que no puedo dedicarte por exigencias del contrato, pero nadie lo advertirá. Inundarán las aulas donde aprendí a no escuchar, a dibujarme por dentro con la tinta que sobró después de firmar mi primera rendición. Te extrañaré y pintaré con la punta de los dedos tu silueta en el horizonte de una autopista cada noche, mirando a un techo donde la polución enterró las estrellas.

Y al otro lado del cielo estarás tú, helada, aterida de frío pero encendiendo corazones púberes, en una reunión de palabras despistadas en la Plaza Mayor que se impregnan como la escarcha del rocío en los pétalos de la rosas que adornan el Jardín en el que jugando a ser Calixto encontré a Melibea. Recorreré con la palma de las manos las paredes de mi cárcel con la vista perdida en los detalles que me recuerden a ti, tu piedra ambarina se terminará deshaciendo entre mis dedos como las últimas migajas suicidas de un reloj de arena.

Entre asfalto y madejas de adoquines camuflaré mis pasos entre los ciempiés de capital, entre calles infinitas sin nombre, sin historias que pueda contar a las aves de paso que esperan su veredicto bajo el reloj del Ayuntamiento que tantas veces marcó la ida y la vuelta de mi cordura. Llamaré a otras por tu nombre cuando pasee por la Gran Vía impostora donde no mueren las noches, donde no desemboca Varillas, donde no nos reuniremos para tomar el Yunque que desfloró mi paladar cuando te conocí.

Te quiero tanto que se abrirán las cicatrices que me regalaste al besar el crepúsculo con las heridas que tiene los labios que no besan. Te agradeceré siempre que me desnudaras en las vigilias de primavera, que me encadenarás con nostalgia a las columnas que dibujan los arcos del Patio de Escuelas, que me susurrarás poesías al oído... y te pediré perdón por no haber sabido siempre interpretarlas, por no haber quebrado mil veces mi pluma al escribir sobre ti.

Lloraré, y es tan sencillo explicarlo, porque no estarás y te amo, porque no me acunarás mientras planeamos un jueves más perdernos por ti, aquellos que nunca olvidaré con los que compartí más alegrías que llantos, aquellos en los que se reflejan mis risas porque en su espíritu aprendí a mirarme. Lloraré porque me envolviste de palabras sencillas para adornar sentimientos complejos, porque te debo más de cien sueños que cumplí en tu Universidad, porque como a Unamuno me enamoraste y te intenté conquistar con tinta, porque has tatuado para siempre tu encanto en mi piel con el nombre de una mujer.

Cerraré mi maleta como lo hacía cada verano pero no retornaré en el ocaso del estío. Echaré un vistazo a cada rincón de la casa donde me encontré. Sentiré en mi pecho toda la presión de tu invierno mesetario, y no habrá palabras para romper el silencio que dejo en tus rincones, entonces contaré a las paredes las leyendas que creamos un grupo de soñadores sin nada mejor que hacer mientras las desnudo, mientras guardo sus secretos en un baúl sin memoria y sin llaves que conserven los recuerdos que nos regalaremos dentro de unos años al desenterrar tesoros hastiados de preguntarle a la almohada por qué un día te dejé marchar.

Entonces volveré para encontrarte, en la trinchera donde cruzamos ráfagas de besos junto a un rincón de Van Dyck, te besaré y serás mía para siempre, porque nunca dejaste de serlo. Recordaré este día como el tiempo en que admití la deuda afectiva que me une a ti para siempre, como el día en que recé para caminar más despacio mientras la arena quemaba mis pies. Como el día en que me declaré ante ti, como esclavo, sediento, como el narciso que perece en los charcos cristalinos que le vieron nacer, como un enamorado insumiso de tus calles, de tu cultura, de como fascinas al público cuando te observan, de como me secas por dentro mientras mudo mi piel contando las horas que faltan para recordarte.

Me mecerás como lo has hecho hasta ahora y dormiré en tus brazos para siempre. Y como en los cuentos de hadas moriré en ti porque sin ti empecé a morir. Y entonces, tal y cómo escribió un tal Antoine el mundo entero se apartará al conocer a un hombre que sabe hacia donde va. Será entonces cuando camine hacia mí mismo.

Hasta pronto. Salamanca.

OTOÑO

El otoño es caprichoso. En cuanto el verano empieza a agonizar seduce a la luna para alargar sus noches y cubrir con una fina capa de barniz los páramos y avenidas. Otoño significa volver a empezar y arrastrar los pies entre montones de hojas secas que se quiebran, casi sin tocarlas cuando la escarcha nocturna las abraza. El otoño es ocre, rojizo y amargo, es del color de las brasas y huele a castañas asadas. El otoño se parece al café recién hecho y a las gotas de lluvia en un cristal frío, y tiene la textura de una bufanda de lana.
Este otoño además nos hiere la piel al besarnos, se aprieta entre las colas de las oficinas de empleo y se camufla entre la prensa salmón para darle un tono carmesí a los números. Octubre abre la puerta y te insulta, te recuerda que este mes tampoco. Que esta estación tampoco. Y grita y empapa y sientes frío. Y junto a la ventana calienta tus manos una taza de porcelana que humea, te reconforta el aroma a tostado del café pero no espanta a las nubes que derraman con violencia torrentes sobre los cristales.
Salamanca está hecha de otoño, del color de la piedra ambarina de Villamayor que se deshace cuando la acaricias, porque no hay árboles, ni se intuyen. No gustan las sombras en otoño. Morirá otro otoño tal vez en unos meses, y seguirá siendo otoño. El verde aquí solo preside un cartel imponente de un novedoso centro comercial. Otoño en crisis. Las cosas no cambian aunque le cambiemos el nombre.

NOCHEVIEJA REGISTRADA

Mis zapatos llegarían a dar muchos paseos por esa avenida infestada de coches y escasa de aceras, la abrigaban como hoy fotocopiadoras y adolescentes, bares de caña y pincho y gente del barrio, buena gente de esa verdaderamente obrera. Esa noche zapateaba a toda velocidad por Champagnat, faltaban escasos minutos para mi cita y llegaba tarde, con la seguridad de que el reloj no esperaría por mí. En una bolsa un puñado de uvas que se balanceaba de un lado a otro entorpecía mi carrera, las había comprado la misma mañana en una antigua frutería en la estación de autobuses. Seguramente hoy resultarían impertinentes, vestidas con su piel y sus incómodas pipas, abrazadas en racimo, alejadas del glamour de la lata de conservas de las uvas de la suerte que hoy comercializan los grandes almacenes.
En esos años, aún no era delito descorchar una botella de cava en la Plaza Mayor y brindar en plástico junto a otros grupos, pocos entonces, para celebrar el último jueves universitario del año. Tampoco entonces, los chalecos de los guardias municipales eran del color de los rotuladores fluorescentes, tal vez por eso no recuerdo tan si quiera su presencia en nuestras primeras nocheviejas universitarias, después de todo en nuestra sociedad era aun prematuro concebir una ley antibotellón y poco importaba donde cada uno castigara su hígado, no había por qué vigilar que la cirrosis se alimentara en un bar, pagando sus impuestos y con el beneplácito de los asociados hosteleros.
Dieron las campanadas en mi primer año en Salamanca, y nos atragantamos con las uvas y nos bañamos con el cava, y tonteamos con las chicas, como vulgares universitarios, indecentes porque entonces ninguna asociación iluminada nos guiaba y mostraba el camino, porque no había patrocinadores ni grandes escenarios iluminados, ni bailarinas a sueldo que repartían gominolas. No se fletaban autobuses ni nuestra marca estaba registrada, ni siquiera era una marca, sino una sana costumbre original de la juventud de nuestra ciudad.
Pero el cuento terminó, y llegaron los de siempre, el poder del dinero hizo suya la idea y los organizadores vieron la oportunidad de saciar sus bolsillos a costa de los jóvenes sin el menor impedimento de la Universidad ni el Ayuntamiento, que como instituciones deberían haber velado por el sobrenombre universitario, nos vendieron un producto plastificado, enlatado como las uvas de la suerte, y los compramos en masa, nos vestimos con sus marcas y claudicamos víctimas del marketing más rancio.
A más de uno de los que aquella noche compartimos nerviosos nuestra primera Navidad en Salamanca nos ha salido alguna entrada, trabajamos muchas horas en oficinas para poder pagar alguna letra y hemos perdido muchas batallas. Ya no nos incomodan los zapatos nuevos, pero sé que cada uno de ellos, allí donde esté, se lamentará si nuestros universitarios se quedan en casa ese jueves. La Nochevieja universitaria no es ningún activo empresarial, no es patrimonio de nadie, no son 23 letras registradas para el lucro de unos cuantos, que decidan cómo, donde y cuando debe celebrarse. Aprovechad la oportunidad para reivindicar la espontaneidad y el derecho que nunca debimos perder. Es nuestra fiesta, vuestra fiesta.

HALLOWEEN

La lluvia fina ya debería empapar con la llegada de los albores del otoño las laderas de las montañas de Bamiyan, dando a luz pequeños brotes de vida que por unos días reverdecen los terrizos páramos al noroeste de Kabul. Pero ha sido reconvertida en ráfagas de plomo que violentan el descanso de los cadáveres de dos Budas gigantes que ya oteaban el horizonte en el siglo V, cuando aún faltaban cuatro siglos para que en el Lejano Oriente inventaran la pólvora que 1.500 años después los haría fenecer.

Un milenio después, en el Puerto de Palos de la Frontera se izaban las velas de la Santa María, una nave de expedición con fines comerciales que cambiaría para siempre la historia de un continente acabando sin pudor con siglos de cultura y civilizaciones. Mientras las embarcaciones colombinas besaban el vasto Atlántico una niña jugaba descalza bajo la lluvia ecuatorial ajena por completo a que iba a engendrar al último emperador inca que en nuestra ciudad sólo es conocido por ser el nombre de una popular discoteca.
Nada ha cambiado en la Historia, se escribe con amos y sometidos, imperios colonizando a los pueblos bárbaros. De la Roma que nos dio el latín y el derecho al evangelismo que Castilla sembró en las Indias Occidentales. Metrópoli ahora la Gran Manzana, paraíso de basura, materialismo y deshumanización.

Todavía recuerdo a mi anciana bisabuela, una mujer enjuta y delgada subiendo cayado en mano la cuesta del cementerio para honrar a nuestros difuntos en el Día de Todos los Santos. La acompañaba mi abuela, que siempre aquellos días olía a flores y dulces. Saborea mi memoria pestiños y buñuelos junto al brasero antes de subir a la plaza donde los más jóvenes del pueblo representaban algún acto del Tenorio.

Han pasado no tantos años y este día me sabe a derrota, a disfraces de Halloween y McDonalds, a botellón y niños con calabazas que sin darse cuenta enarbolan los estandartes y pendones del ejército invasor. Digiero otra gran victoria de la globalización subyugando a las masas endebles. "Dios, qué buen vasallo si hubiese buen señor", que decía el Cantar.

CICLOGENESIS

Apretó los ojos con fuerza intentando hundir el botón que capturara ese momento. La lucha contra la levedad le persiguió toda su vida, e intentaba como un niño con un cazamariposas corretear por mil parajes para cazar instantes preciosos. Aquel día la lluvia y el viento azotaban con violencia la ciudad, y en mitad de todos y de nadie dos jóvenes se besaban protegidos por un portal. Los meteorólogos posiblemente no lo advirtieron, pasó desapercibido para la mayoría de viandantes de aquella plaza, y seguramente a nadie le importó que aquellos jóvenes tuvieran entre sus labios el epicentro de la ciclogénesis que revolucionó el país aquella Nochebuena.

DIA DE TODOS LOS SANTOS

Sólo si eres consciente de la levedad de tu tiempo, de lo ínfima que será tu historia en el devenir de los siglos, serás capaz de entender que la vida no es un recorrido extensivo. Sino una estrella fugaz que antes de desvanecerse en la atmósfera debe brillar con una intensidad brutal.
Vivir intensamente no es tirarse en paracaídas, es educar tu sensibilidad. No desdeñes nunca un gesto, una sonrisa o un apretón de manos. Enamórate con una mirada y sueña. Diseña un castillo en el aire. Sufre y llora, emociónate y arriesga y siente la calidez del suelo en cada derrota. Equivócate. Ama y procura tiempo a tu familia y a tus buenos amigos. Viaja. Prueba todos los sabores. Explora dentro y fuera. Es tu deber emocionar y provocar a los demás. Ríete y contagia el buen humor. Siente que esa película o esa canción se compuso para ti. No debes conocer el significado de la palabra rendirse. Sé consciente de que sólo estas a un paso del siguiente, y crece. Apaga la televisión y sé crítico con tu mundo. Exige, a ti el primero. Rodéate de las mejores personas. Entiende que el dinero es un medio y no un fin. Comprende la diferencia entre comodidad y felicidad.
Para mí no es una opción, hasta contando esto se me pone la carne de gallina, y estas son mis flores, mi honra y mi homenaje a nuestros difuntos. Sentir. Vivir.

OCASO

Sé que mis letras ya no perforan tu retina, que se deforman y cristalizan abrazándose a tu iris cada vez que parpadeas. Que las espantan tus pestañas y asustadas se desnudan como silencios de un pentagrama.

Sé que ya no se pliega tu pupila ante el destello de mis palabras incendiarias, vomitando la luz cegadora que teñía de púrpura el ocaso de nuestras miradas. Y la pasión expira con el mismo suspiro con que nace, fugaz y penitente, enmascarada, intentando despitar a la implacable realidad que la aturde.


Puede que se apague, como una perseida al besar nuestra atmósfera, egregia y única, mortal destello que se desvanece en tu retina. Puede que entierre el pincel que acarició tu epidermis insertando revoluciones.
Y es que toda luz que deslumbra con su intensidad cuanto la rodea, está condenada a apagarse antes que las demás. Lo sé.

Segunda despedida

Como anfitrión que recibe visita no puedo comenzar de otra forma que dándote la bienvenida, a ti, a quién la curiosidad, la amistad o el aburrimiento han traído hasta aquí, no por casualidad ya que tú mismo has elegido conocer este sitio "ahora" en lugar de "nunca".
Si bienvenida debe ser la primera de mis palabras, gracias es, sin duda la segunda. Gracias por acercarte a escuchar, sin esperar más que lo que pueden ofrecerte las palabras.
Palabras, que han marcado mi trayecto estos años salmantinos, palabras de trapo, las más, chistes de borrachos, piropos mal tirados, retahílas que escupía para memorizar algún tema ya olvidado, ron con historias, excusas de todo a cien, llamadas que comunican...
Palabras de terciopelo, las menos, pero las más grandes, las que cuesta ahora meter en el macuto mientras silba el tren. Palabras de esmalte, de lágrima facilona, despeinadas en un atril. Palabras que te dejan en cueros delante de una persona... o de mil, encorbatadas o desnudas de imagen, moldeadas en estudio o con tinta impresas. Palabras que temblaban al iniciar el camino... y que aprisa fueron soltando el lastre miedoso que las pertubaba para colarse por los huecos de los caparazones rotos.
Palabras, esas que te gustaban o detestabas, las que esperabas y las que no llegaban.
Amante pues de la palabra, no podía hoy decirte a ti, que abandono Salamanca con un mísero Adiós. No era de recibo ver tu nombre junto al de otros tantos en uno de esos correos interminables en los que redactamos hasta el mínimo detalle de nuestras partidas. No sería justo, tampoco obligarte a escucharme. Así pues, recibe con cariño estas palabras, las penúltimas escritas desde el campo charro que únicamente querían reiterarte lo que ya sabes. Puedes contar conmigo.

erizo

Mata el silencio el serpenteo de mi pecho herido, gotea silente mi savia entre los harapos que me visten y observo mi cuerpo desnudo asaetado por tu verbo y tus pestañas.
Cascabelean pedazos de un corazón astillado y a nadie alborota mi párvula sombra mientras vomito carmín en las esquinas del imperio.
Y mientras tú estás sola entre las flores…

Entierro minutos entre dársenas y andenes ávidos de despedidas, con montones de arena de mil relojes, esperando escarbar mañana entre sus adoquines quebrados y encontrar mi juventud prendida de ti.
Mudo mis hojas en cada desayuno y recuerdo el perfil de tus labios en la almohada.
Y mientras tú estás sola entre las flores…

Arrastro mi patria en unos zapatos teñidos de arcilla, y me vuelvo verso invisible entre los juglares, que convierten en números mis letras indecorosas.
Escondo motivos en el alféizar de mi ventana y me transformo en erizo en los cruces de caminos, donde llueven ráfagas de níquel y cobre.
Y mientras tú estás sola entre las flores, descalza, amontonando ilusiones. Entre novelas donde sueñas y mantas que acarician tu frío. Anhelando un mañana, una llamada que interrumpa tu rutina. Esperando mis maletas en tu puerta. Entre las flores.

¿En qué momento perdimos el Norte?

Tenía un tacto gélido. Frío. Su piel empapada de horas muertas era letal como acero cortante desprendido de sus lacrimales. Acumulaba en sus sienes una tensión que terminó convirtiéndose en cotidiana, la presión recorría sus nervios hasta las terminaciones afiladas de sus párpados que repiqueteaban al compás del murmullo de los teclados de la oficina, sólo enmudecido por el quejido ronco de una antigua impresora.

Sus facciones imperturbables se contraían al compás que marcaba su alargada mandíbula mientras mascaba un chicle que había perdido su sabor hace horas. Luces fluorescentes tiritaban en un cielo inventado mientras deslucían su mirada metálica, cimentada sobre un punto de sutura, cicatriz impertérrita que corrompía el cariz original de sus pupilas inquietas.

Ojalá hubiera aprendido a tocar el piano, pensó de pronto, violando el código ético que él y todos sus compañeros juraron cumplir, mientras metacarpos y falanges dibujaban en su cabeza melodías de ensueño. Aventurado se vio esbozando constelaciones de sonidos sacrílegos. Florecieron de sus dedos elegías, coloridos versos que se disipaban al alcanzar la atmosfera de lo prohibido.

Hubiera preferido mil veces sucumbir al asedio de los corsarios que tostaban su tez a merced del salitre de los alisios, perecer regando los campos yermos de Jerusalén con las flores que vierte el acero toledano, fundirse en la resina ávida de la tinta que esculpe versos, dolientes, ajados como su corazón de trapo estéril. Pero en este puerto no atracan navíos, enmudece el viento y los susurros del mar, y las estrellas agonizan tras un manto fúnebre que desdibuja la Osa menor. El sol inquieto escupe sus rayos sobre la opacidad de los tabiques que besan el cielo con supremacía, manto impermeable bajo el cual hibernamos.

Ojalá, susurra para sí. No le consuela el devenir de las horas porque es consciente en su letargo de que mañana se encogerá de nuevo su pecho y apretará ferozmente hasta quebrarle el ánimo, se secará su garganta muda y se mojarán sus pies con los témpanos que en derredor se consumen y naufragará, como cada día, su barco de papel, que navega despistado, sin referencia ni astrolabio, sin poder abrazarse a la Estrella Polar que otrora marcó el Norte que perdimos, antes incluso, de llegar a conocerlo.

23

23 años. Entendido e intransigente. Bisectriz fatal entre ayer y mañana. Los días cortos. Las resacas largas. Entre el terciopelo y el papel de lija se desliza un barniz de independencia y una consciencia nueva. Trasegar y equilibrar. Otro ángulo. Más químico y menos físico. Más y menos libre.

PAREDES

De la puerta del sótano todavía emanaba un olor mestizo, entre pólvora y vinagre, era un efluvio pesado, como cargado de polvo. Las capas de pintura se agolpaban sobre la madera quebradiza en un intento de no morir asfixiadas. El barniz caía en catarata inerte desde el dintel al cemento del piso sorteando el pomo frío y dorado al que el tiempo había desprovisto de su brillo original.

Un escuadrón de mosquitos orbitaba en torno a la polvorienta bombilla desnuda que presidía la antesala donde residía el pórtico moribundo. El frío era intenso y punzante, las ventanas habían sido tapiadas hace décadas pero pequeñas grietas filtraban el aire gélido y enquistado.

Unas puntas oxidadas soportaban serviles el peso de las telarañas. El silencio era ensordecedor para José que había perdido la cuenta de las veces que había muerto en ese agujero infesto. Tiritaba y apretaba junto a su pecho un retrato ajado, una niña sin infancia que le obligaba a agarrarse a la vida con el lazo de luz que recorría su habitáculo los días de estío.

Quinientos treinta y dos días después de su primera muerte el pomo giró.

METAMORFOSIS


Han quedado inertes los cuentos de hadas dentro de sus bolsillos, un día de estos cuando ya no queden bosques que quemar, maquillarán de negro el cielo avivados por el vidrio de su mueble bar. Combustión inminente de legajos y calcetines que tejió para no posar su pie desnudo en las heladas baldosas de la madurez. Versos de rima fácil, heptasílabos agudos en una cesta donde amontonaba la corteza del corazón, capa primitiva, maquillaje adolescente que empezará a fundirse junto a las hojas secas del estereotipo impuesto.


La ventisca mesetaria envolverá las cenizas creando oscuros trazos aleatorios con sus mariposas de carbón. Desgraciado costumbrismo estival de hectáreas de sombra sin protector solar. Habrá de abandonar su puesto en la cadena de montaje por no creer en la producción en masa de sentimientos estándar. Posará el filo de su machete en la tierra negra para cortar las cadenas que le ataban a la felicidad de diccionario.
Cuando el último árbol yaga lampiño y cambie sus verdosos matices por el aciago de la noche perenne en nuestros valles, él ya no estará esperando. Harto de vestir a las nubes de plata oscura anhelando aquel rocío que refrescara la tierra seca en la que postraba sus moribundos empeños dejará esta tierra huraña.


Mañana cuando la erosión haya desgastado las letras de sus poesías, germinarán las semillas que enterró al partir y las raíces de nuevo horadarán el barro. Pero él no lo sabe. Suspirará y habrá de tornar su rostro empapado de cristales rotos porque cree que huye y la arena quema, pero no puede caminar más despacio. La metamorfosis ha llegado.

MENSAJE EN UNA BOTELLA

No te explicaré ni una de las gotas que guarda este charco de salvaje honestidad. Obsérvame como sujeto impávido en el horizonte de una de las historias que he creado para ti. Yo, hace días que no te he perdido de vista y ya se derraman las letras de entre mis dedos como el agua que corre porque no podemos sujetarla. No es mi acto desinteresado, jamás asumiré un papel que no consista en interpretar mis ideas, mas considerarme avaro puedo al mandarte este mensaje con la egoísta pretensión de no ver más naturaleza esclava. Porque me duele ver prisiones en los márgenes del mar, porque no seré la presa que estanque el agua que nació libre, y que libre habrá de correr.

Tan solo quiero explicarte que somos frágiles, tan frágiles que pueden estremecernos unos acordes, tan débiles que el orden de unos lexemas nos puede conmover. Hemos cargado de significado cada uno de los símbolos inertes que nos rodean para crear infinitas vidas de repuesto. Pequeños paraísos soleados en nuestra cabeza donde escondernos cuando la piel se quiebra por la tormenta. Oirás a muchos necios que habrán de llamar mentiras a nuestros paraísos de agua cristalina, se equivocan. Pues nada hay más real que se erice tu piel con el viento que mueve las palmeras y que sea la lágrima que cae, el mar que huye en las mareas, que huye del sol, porque no lo puede alcanzar.
Odio el asfalto que nos rodea porque por él muchos han hipotecado sus paraísos, porque esta vida simple de carne y huesos rotos está limitada por paredes macizas que hemos ido levantando para no acordarnos que un día bajo la pintura gris hubo fina arena, verdes palmas y brisas tropicales. A veces, me da por caminar, hacía mucho tiempo desde la última vez, pasear durante días sin rumbo huyendo del hormigón.
Tanto caminé esta vez que no hubo asfalto bajo mis pies sino la tibia arena de nuestros cuentos. Al fondo, el mar y el cielo se confundían, coros de gaviotas acompañaban el melancólico silbido del viento libre, ese viento que no tiene ventanas contra las que chocar, porque en esta tierra jamás osó el hombre encadenar a ninguno de los elementos.
Tú estás descalza, tus pies se mojan cuando las olas mueren en la orilla. Miras al cielo y adoras ver el sol, pero igual que la marea has pensado en huir porque crees que no puedes tocarlo.
Hoy te ha distraído este mensaje que en el interior de una botella han traído las olas a tus pies. En este oasis el agua corre, los tabiques son de coral. Te ha llegado mi mensaje porque nunca osaste encadenar a ninguno de los elementos, de haberlo hecho jamás hubiera inquietado tus pies mi botella verde.
Ámale si ha de ser, o no le ames. Ódiale si prefieres o talla un cristal opaco con la distancia para que no pase ni uno de sus dorados rayos. Traza férreos barrotes a tu alrededor o prende fuego a tu pequeña playa paradisíaca. Dibuja letras gigantes en la arena usando la palma de tus manos o simplemente parpadea cuando estén secas tus pupilas... pero no mataremos el sol, por sembrar de sombras la tierra.
No me necesitas para ver el sol, ya te mostré donde está el oriente. Cuando el amor rebosa es agua que debe correr.
No sé si alcanzarás el sol porque he decidido ser náufrago en esta historia, ya que yo empecé a escribirla.
Pero tuve que mandarte este mensaje desde mi retórica orilla al ver que te despedías de nuestro paraíso soleado sin haber siquiera alzado tu mano para intentar rozar el sol.

144

144...145...146...147... todavía me quema, parece que ayer mismo recorría por quinta vez en el día ese pasillo maldito, de eternas, de infinitas paredes blancas, tan desnudas como yo, corredor de la muerte... Tan blancas paredes, tan negras personas. Veía mi puerta al final del camino, llegaba desgastado y aturdido, el corazón se disparaba y padecía cada centímetro de piso. A veces los pies quemaban, hubiera deseado en alguna ocasión aparecer de un chasquido de dedos en el interior de mi cuarto, no atravesar los kilómetros de oscuridad, no verme obligado a hincar mis rodillas en el frío suelo de esa prolongada cuesta arriba y que no me fulminara ese hedor que brotaba en perpetuidad de cada uno de los habitáculos.

Podías oír los llantos de las puertas al abrirse, las bisagras gritaban como si quisieran advertir al oyente del dolor innecesario, eran manifestantes ante un público sordo, enemigas del silencio que tantas y tantas veces fueron calladas de un indolente portazo. Fueron objeto de reivindicación y lucha, de simpatía, de mofa y de agresión, sobre todo de agresión. Iban susurrando inconscientemente algunas frases confusas a espías y mirones, y no fueron capaces de ocultar la alegría ni el dolor que habitaba tras su marco, no callaron mi grito de angustia, no por el derroche de decibelios sino porque el crujido fulminante de mi corazón que fue escuchado por todas y cada una de las personas que me han conocido, aunque habitaran muy, muy lejos; se escuchó muy, muy de cerca... Ellas me delataron.

Era frío, a diferencia del resto de corredores éste había adquirido la temperatura de los corazones de sus vecinos, era como el consuelo desnudo de remedio, tan frío e insípido que dos o tres corazones eran insuficientes para hacerle entrar en calor. Un desierto simétrico donde no salía el sol. Unas luces circulares, de mentira, salían del cielo entre los nubarrones. Junto a mi puerta había una y nunca se apagó. Siempre estaba dispuesta a deslizarse por los márgenes de mi puerta y sortear las trampas opacas para obligarme a levantar cada mañana, aunque ya lucía muy débil, como el último destello de luz de una vela consumida en la cabecera de una cama, nunca me abandonó. Había escuchado que era lo último que podías perder y, en fin, allí estuvo esa luz, al fondo del pasillo.

Si esas paredes tuvieran vida, no hablarían, llorarían...

RECUERDOS CONGELADOS

Llegaba como cada día, con la cara sonrosada y las manos congeladas, aterida de frío. Pronto él la abrazaría y poco importaba entonces el resto del mundo. Nadie como él para sofocar sus yertas manos, para colmar sus sueños y completar su vida. Los recuerdo tendidos en su cama de almíbar dando forma a las ilusiones de la juventud, consumiendo horas en su hoguera, a veces de poesía, a veces de avivada pasión.

Nunca un hombre estuvo tan desnudo, inmutable la observaba a cada instante, tan cerca que confundían sus alientos. Sus miradas de gelatina preludiaban un concierto de caricias, conocían las yemas de sus dedos con métrica exactitud cada centímetro del mapa ardiente de su cuerpo. Escalofríos. Podía escuchar hablar su corazón y recitar a sus ojos poemas de caramelo. Pudo entenderla más que ella misma. Pudo, tal vez, mirarla en el espejo de su memoria y no reconocerla.

Mañana cruzarán sus miradas que ya no empalagan. En alguna ocasión, por despiste, se rozarán sus cuerpos descafeinados sin haberlos avisado. Coincidirán en ese bar donde ambos enterraron sus paseos al calor de la luna. Beberán batidos de chocolate blanco del mismo vaso, pero en distintas mesas. Y ya no les molestará el ruido de la noche, tan solo la sordera de sus corazones que han decidido no hablarse.

Pudiendo abrazar sus ojos, él decidió mirar al suelo, pues desdeñó navegar a la sombra de su alma, sin entender como pudo olvidarse esa noche de izar las velas.

Y ya su hoguera escupe cenizas, no quemó recuerdos, pero los congeló. A veces los observan, a través de la ventana, cuando es de noche y hiela en la ciudad que los presentó. Y hiela en sus sábanas. En sus corazones es invierno.

Hoy él es feliz, ella tiene noticias suyas; y sólo quiere pedirle perdón por haber conocido qué fue tenerla y no amarla, y amarla sin tenerla...

Mi CAMINO

Hoy nadie le escribirá versos al rocío porque es de piedra, aristas níveas quebrando los secos pétalos que osaron abandonar el redil. La escarcha ha marchitado las flores que planté para ti. Sé que no te importa, siempre has desdeñado mis halagos, siempre sin embargo, los has tenido.
Detestabas las caricias que nunca te faltaron y horadaste mis anhelos insultando los detalles que te presté con recibos de indiferencia. Todavía no has conocido un alba sin presentes en el altar que te levanté y en lugar de agradecimiento me ofreciste desprecio.

Perdí la cuenta de las noches sin dormir cuando comencé a soñar con luz. Y más horas hubiera soñado contigo de haberme dejado dormir. De nuevo manché de carmín mis lentillas al intentar esquivar las ojeras que me provoca este aliento inflamable, de lengua árida. Besé la nicotina porque es proscrita. Porque me hace daño, cómo tú.
Conforme de mi inconformismo mereciste la pena mientras no supe donde hallarte, mientras no correspondiste ni una de mis miradas.
Hoy me estás esperando, lo sé, para confesarme que me amas, que adoras a tu esclavo, que piensas redimirme.
Elegiste este día. Pero no iré a buscarte, tengo los pies fríos y mis flores están secas. No quiero mirarte esta mañana porque es gélida. No preguntaré por ti, como siempre, porque sé donde estás. No quiero hallarte.
Comprenderás mi necedad cuando me busques, cuando esquive tus miradas. Me amarás hoy, porque yo te amé hasta ayer. Porque hasta ayer pude recoger las flores y calentar mis pies cruzando las veredas que nos distanciaban. Si nada nos separa no habrá caminos que sembrar con ilusiones. No habrá felicidad.

ELLA

Parece que estoy viendo todavía a esa charanga de pueblo amenizar las frescas veladas estivales, es un pasodoble amargo, la mujer morena de Julio Romero, la morena de mi copla. Apenas han dado las doce en punto y la pequeña plaza de Pino acoge a varias parejas de viejos agarrados, juntos, muy juntos. Hacen el amor al ritmo de copla. Algunos jóvenes, escasos, se cruzan de brazos y miran a los cinco músicos uniformados y a la cantante entrada en carnes. En todas direcciones sobre nuestras testas se cruzan y entrelazan multitud de ornatos y banderines que hacen una orgía de colores a la luz de una despótica luna y de los focos impertinentes que ciegan a los presentes. Olor a colonia barata y humo artificial que lanza un cachivache de la orquesta. Un manto de estrellas adorna el firmamento, limpio firmamento de la tierra hurdana.

No olvido ese día. Llegamos temprano a las fiestas de Nuestra Señora de Pinofranqueado y nos cruzamos de brazos firmemente observando con sigilo al grupo musical.

Llevaba el pelo suelto, moreno y rizado y se desprendía de entre sus sienes un leve perfume natural, como brisa delicada que actuaba cual vapor venenoso creando en mi pecho dolores y en mi mente amarguras. Estaba seguro que el ligero aroma que me seducía como antaño no había cambiado, era el mismo olor, la misma fragancia. Y creía en firme que era yo el único elegido para percibir tal maravilloso efluvio, ese don que Dios me daba y que a la vez era mi cruz. Sus ojos, negros, atezados, puro azabache revestido con un brillo lacrimal digno de la mirada más bella de la historia; protegidos por tibias pestañas rizadas que abanicaban mi encendida figura cada vez que sus luceros me otorgaban la dignidad de ser contemplado, como si supieran que ella al mirarme provocaba en mi cuerpo vivas llamas. Su boca un dulce, puro confite de pastelero, adornada con perlas níveas. Era, por Dios, tan hermosa.